Al regreso de Enrique a Alemania, los partidarios de su cuñado Rodolfo de Suabia, reunidos en Forchheim, proclamaron nuevo emperador a Rodolfo. Enrique IV quiso poner a prueba al papa y le exigió en tono altanero que excomulgara a Rodolfo de Suabia. Las relaciones se agriaron y el emperador volvió a proceder como ya lo había hecho en ocasión anterior: convocó un concilio de prelados alemanes en Brixen que declaró desposeído de su dignidad pontificia a Gregorio VII y nombró en su lugar al arzobispo de Rávena, investido como Clemente III. La reacción del papa no se hizo esperar, e inmediatamente, en ese año de 1080, por un concilio celebrado en Roma depuso de su cargo imperial a Enrique IV, le fulminó con la excomunión y reconoció como legítimo rey a su cuñado Rodolfo.
Enrique IV se puso al frente de un poderoso ejército y marchó sobre Roma. Instalado en la ciudad santa, reunió en ella un concilio al que fue convocado Gregorio VII, mas éste no acudió, sabedor de que iba a ser juzgado y condenado. Su inasistencia no evitó su excomunión y destronamiento. En su lugar se colocó a Clemente III que se apresuró a coronar a Enrique IV y a su esposa Berta el 31 de marzo de 1084. Gregorio solicitó la ayuda del normando siciliano Roberto Guiscardo, quien puso en marcha sus huestes de aventureros, en su mayoría musulmanes, y las lanzó contra Roma. Enrique abandonó cautamente la ciudad que quedó a merced de aquellas hordas incontroladas. Se produjo un verdadero saqueo, intolerable para el pueblo romano que se sublevó contra los valedores de la autoridad gregoriana. Fue la excusa para una salvaje represión sangrienta en la que sucumbieron millares de ciudadanos y la urbe quedó arruinada. Bajo la protección de semejante vasallo y escoltado por sus milicias musulmanas, Gregorio VII huyó de la Roma devastada y aceptó el asilo que Guiscardo le dispensó en Salerno, donde murió al año siguiente.
Tras un fugaz paso por la sede pontificia de Víctor III, fue designado papa en 1088 Urbano II. En Roma, no obstante, seguía instalado el antipapa Clemente III con sus partidarios. Urbano se propuso desalojar de la ciudad santa a su oponente, para lo que confió en sus vasallos sicilianos. En efecto, con el apoyo del ejército normando pudo abrirse paso hasta Roma en noviembre de 1088, donde hubieron de librarse cruentas batallas entre las tropas del antipapa y las del papa para que éste pudiera por fin acceder a su legítimo trono. Instalado en él buscó la manera de derribar al emperador aglutinando en la poderosa Liga Lombarda las ciudades de Milán, Lodi, Piacenza y Cremona. Urbano II murió en 1099, sin haber podido doblegar a su personal enemigo Enrique IV.
Su sucesor Pascual II (Rainero Raineri di Bleda (o Bieda)) ensayó sin resultado similares procedimientos que los empleados por sus antecesores en su pugna con Enrique IV. Éste moría en 1106 dejando en el trono imperial a su hijo Enrique V. La aparente dócil disposición del nuevo emperador hizo creer por un momento Pascual II que tenía al alcance de su mano la ansiada solución a los vetustos problemas que padecía la cristiandad. Pero la quimérica ilusión se desvaneció bien pronto. Enrique V no tardó en clarificar su posición: en el mismo momento en que se vio alzado al trono imperial envió emisarios a Roma para recordar al papa la ancestral prerrogativa del rey germánico de confirmar la elección de los obispos, tomarles juramento de fidelidad y entregarles las credenciales de su autoridad secular, o, dicho de otro modo, su facultad de investir a los prelados en sus feudos eclesiásticos. La lucha volvía a empezar y, como siempre, la excomunión del emperador fue la primera medida tomada en el concilio de Guastalla ese mismo año de 1106.
Enrique IV se puso al frente de un poderoso ejército y marchó sobre Roma. Instalado en la ciudad santa, reunió en ella un concilio al que fue convocado Gregorio VII, mas éste no acudió, sabedor de que iba a ser juzgado y condenado. Su inasistencia no evitó su excomunión y destronamiento. En su lugar se colocó a Clemente III que se apresuró a coronar a Enrique IV y a su esposa Berta el 31 de marzo de 1084. Gregorio solicitó la ayuda del normando siciliano Roberto Guiscardo, quien puso en marcha sus huestes de aventureros, en su mayoría musulmanes, y las lanzó contra Roma. Enrique abandonó cautamente la ciudad que quedó a merced de aquellas hordas incontroladas. Se produjo un verdadero saqueo, intolerable para el pueblo romano que se sublevó contra los valedores de la autoridad gregoriana. Fue la excusa para una salvaje represión sangrienta en la que sucumbieron millares de ciudadanos y la urbe quedó arruinada. Bajo la protección de semejante vasallo y escoltado por sus milicias musulmanas, Gregorio VII huyó de la Roma devastada y aceptó el asilo que Guiscardo le dispensó en Salerno, donde murió al año siguiente.
Tras un fugaz paso por la sede pontificia de Víctor III, fue designado papa en 1088 Urbano II. En Roma, no obstante, seguía instalado el antipapa Clemente III con sus partidarios. Urbano se propuso desalojar de la ciudad santa a su oponente, para lo que confió en sus vasallos sicilianos. En efecto, con el apoyo del ejército normando pudo abrirse paso hasta Roma en noviembre de 1088, donde hubieron de librarse cruentas batallas entre las tropas del antipapa y las del papa para que éste pudiera por fin acceder a su legítimo trono. Instalado en él buscó la manera de derribar al emperador aglutinando en la poderosa Liga Lombarda las ciudades de Milán, Lodi, Piacenza y Cremona. Urbano II murió en 1099, sin haber podido doblegar a su personal enemigo Enrique IV.
Su sucesor Pascual II (Rainero Raineri di Bleda (o Bieda)) ensayó sin resultado similares procedimientos que los empleados por sus antecesores en su pugna con Enrique IV. Éste moría en 1106 dejando en el trono imperial a su hijo Enrique V. La aparente dócil disposición del nuevo emperador hizo creer por un momento Pascual II que tenía al alcance de su mano la ansiada solución a los vetustos problemas que padecía la cristiandad. Pero la quimérica ilusión se desvaneció bien pronto. Enrique V no tardó en clarificar su posición: en el mismo momento en que se vio alzado al trono imperial envió emisarios a Roma para recordar al papa la ancestral prerrogativa del rey germánico de confirmar la elección de los obispos, tomarles juramento de fidelidad y entregarles las credenciales de su autoridad secular, o, dicho de otro modo, su facultad de investir a los prelados en sus feudos eclesiásticos. La lucha volvía a empezar y, como siempre, la excomunión del emperador fue la primera medida tomada en el concilio de Guastalla ese mismo año de 1106.
No obstante, Pascual II, en un acercamiento a la realidad, comenzó a percibir lo desorbitado de las pretensiones de Gregorio VII y lo difícil de mantener aquellas exigencias, por lo que se fue mostrando receptivo a determinadas iniciativas que proponían la renuncia de los clérigos a la posesión de cualesquiera bienes materiales de concesión real, en el entendimiento de que habría de bastarles para su sustento con los diezmos y las limosnas de los fieles. A Enrique V no podía ofertársele una mejor solución, pues ella suponía la apropiación de todo el patrimonio de la iglesia germánica, por cuyo precio estaba dispuesto a renunciar a su privilegio de sancionar la elección de los cargos eclesiásticos que, en lo sucesivo, no ostentarían ningún poder territorial. Con intención de acelerar un final satisfactorio para sus intereses, Enrique penetró en Italia en 1110 al frente de un ejército intimidador. Sus enviados a parlamentar con el papa y sentar las bases de la coronación imperial, firmaron con éste el concordato de Sutri, por el que se pactaba el abandono por parte del emperador de sus supuestos derechos de investidura a cambio de la entrega por parte del clero de sus bienes territoriales. Una vez en Roma, se dispuso todo para que Enrique V recibiese de manos del pontífice la corona del Sacro Imperio el día 12 de febrero de 1111. Llegado el momento, estando para iniciarse la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, se hizo público el contenido del tratado suscrito entre el papa y el emperador. Cuando los prelados, abades y demás dignatarios eclesiásticos conocieron que la paz se compraba con sus bienes se desató la cólera de los afectados de forma tan tumultuosamente amenazadora que Pascual II no pudo proseguir con la lectura del documento ni proceder a la coronación del emperador. Éste, por su parte, estaba resuelto a forzar el cumplimiento de lo pactado y, a tal fin, hizo que las tropas desalojasen el templo y redujo a prisión a los cardenales. Cautivo de Enrique, Pascual II no tuvo otra opción que doblegarse a los imperativos de aquél y, cediendo a sus presiones, le coronó pomposamente, no sin antes haber firmado un nuevo documento por el que se reconocía al emperador el derecho de investidura «por el báculo y el anillo», esto es, en toda su plenitud, con la sola limitación de que no mediara contraprestación simoniaca. Recobrada la libertad, y ante los apremios, esta vez, de los burlados cardenales, el Papa denunció el tratado suscrito bajo coacción y violencia y excomulgó al emperador. La querella de las investiduras, que por un fugaz momento pareció llegar a su fin, se intensificó si cabe. Pascual II murió en 1118 sin haber avanzado en el camino de la solución.
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