Al decreto de 1073 sobre el celibato siguieron otros cuatro decretos dictados en 1074 sobre la simonía y las investiduras. Visiblemente las miras de Gregorio VII eran políticas e iban encaminadas a minar la autoridad imperial, pues las disposiciones no se promulgaron en Inglaterra, ni en Francia ni en España. La reacción por parte de las autoridades civiles y de los mismos clérigos afectados fue virulenta, corriendo peligro en muchos casos la integridad personal de los legados vaticanos enviados para publicar y hacer cumplir los edictos del papa. Pero éste no suavizó sus métodos ni rebajó el tono de las amenazas. Muy al contrario, dictó nuevos decretos en 1075 (veintisiete normas compendiadas en los Dictatus papae) que repetían las prohibiciones de los decretos anteriores con mayor severidad en las penas, que alcanzaban a la excomunión para quienes, siendo laicos, entregasen una iglesia o para quienes la recibiesen de aquéllos, aun no mediando pago. Los veintisiete axiomas de los Dictatus papae se resumen en tres conceptos básicos:
- El papa está por encima no sólo de los fieles, clérigos y obispos, sino de todas la Iglesias locales, regionales y nacionales, y por encima también de todos los concilios.
- Los príncipes, incluido el emperador están sometidos al papa.
- La Iglesia romana no ha errado en el pasado ni errará en el futuro.
Estas pretensiones papales le llevarán a un enfrentamiento con el emperador alemán en la llamada Disputa de las Investiduras, que en el fondo no es más que un enfrentamiento entre el poder civil y el eclesiástico sobre la cuestión de a quién compete el dominio del clero.
En efecto, Enrique IV no parecía dispuesto a admitir la menor merma en su autoridad imperial y se comportó con desdeñosa indiferencia hacia las prescripciones pontificias. Siguió invistiendo a obispos para cubrir las sedes vacantes en Alemania y, lo que fue más hiriente para la sensibilidad vaticana: nombró al arzobispo de Milán, cuya población había rechazado al designado por el papa. Gregorio VII recriminó al emperador su insolente actitud, le dirigió un nuevo llamamiento a la obediencia y le amenazó con la excomunión y la deposición. Por respuesta, Enrique IV convocó en Worms, en el año 1076, un sínodo de prelados alemanes que no se cohibieron en manifestaciones de vesánico odio hacia el pontífice de Roma y de abierta oposición a sus planes reformadores. Con el respaldo clerical expresado formalmente en el documento que recogía las conclusiones de la asamblea, en el que se dejaba constancia de desobediencia declarada al papa y se le negaba el reconocimiento como sumo pontífice, el emperador le conminó por escrito a que abandonara su cargo y se dedicara a hacer penitencia por sus pecados, a la vez que le daba traslado del acta del sínodo episcopal. La indignación en Roma superó cualquier límite. El concilio que se estaba celebrando en esas mismas fechas en la ciudad santa dictó orden de excomunión para Enrique IV y todos los intervinientes en el sínodo alemán, a lo que el papa añadió una resolución de dispensa a los súbditos del emperador del juramento de fidelidad prestado, lo declaraba depuesto de su trono imperial hasta que pidiese perdón, y prohibía a cualquiera reconocerlo como rey.
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