lunes, 17 de agosto de 2009

Origen


En 1073 es elevado a la sede pontificia Gregorio VII. La primera medida que tomó ese mismo año fue dirigida a la prescripción del celibato eclesiástico mediante la prohibición del matrimonio de los sacerdotes (nicolaísmo).
Numerosísimos
obispos, abades y eclesiásticos en general prestaban vasallaje a sus señores civiles en razón de los feudos adquiridos de ellos. Aunque un clérigo podía ser receptor de un reducto feudal en condiciones paritarias a las de cualquier laico, existían determinados feudos eclesiásticos concebidos para ser regentados por un poseedor de las órdenes sagradas. Siendo territorios de dominio señorial que llevaban aparejados derechos y beneficios feudales, su concesión era realizada por los soberanos seculares mediante el oportuno acto de investidura. El conflicto surgía de la disociación de funciones y atributos que entrañaba tal investidura. Por su propia naturaleza de feudo eclesiástico, el beneficiario debía ser un clérigo; de no serlo, cosa que sucedía de ordinario, el aspirante quedaba investido eclesiásticamente de modo automático por el acto formal de su concesión, de tal manera que el investido recibía simultáneamente los derechos netamente feudales y la consagración religiosa. Según la doctrina de la Iglesia un laico no podía consagrar clérigos, o lo que se tenía por equivalente; no estaba capacitado para otorgar la investidura de un feudo eclesiástico, prerrogativa que se atribuía en exclusiva para sí o para sus legados el sumo pontífice.
Para reyes y emperadores los feudos eclesiásticos antes que eclesiásticos eran feudos. Los clérigos feudatarios, sin perjuicio de su condición clerical, eran tan vasallos como los demás, obligados en la misma medida para con su señor, comprometidos a subvenirle económica y militarmente en caso de necesidad. Los monarcas no podían permitir que la discrecionalidad legislativa del papa, operativa en todo caso en asuntos puramente religiosos, les despojara de la facultad de investir a los destinatarios de aquellos feudos y de obtener a cambio el provecho inherente a la concesión feudal. Se daba además la circunstancia de que en los dominios del
emperador la clerecía feudal era muy numerosa y constituía un grupo ostentador de cargos de confianza en la administración y fundamental para la buena marcha del gobierno de la nación. Privar al emperador de su facultad de investir a los titulares de los feudos eclesiásticos era tanto como hurtarle el derecho de nombrar a sus colaboradores y funcionarios y sustraerle buena parte de sus vasallos, los más leales, sus valedores financieros, los que le sustentaban militarmente. Además, los propios obispos, los abades y los simples clérigos se opusieron al cambio de su
situación por el riesgo de pérdida de las condiciones y prerrogativas de que disfrutaban en sus posesiones feudales.

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